LIBRO III GRECO POR CARMEN MONTERO

\"autorretrato\"

LIBRO GRECO III
El poeta y el pintor, Ana Rodríguez Fischer.Ed. Alfabia. Barcelona. 2014.169 páginas.
Continuando con la línea de recomendaciones de lecturas para nostálgicos del Greco y de sus múltiples homenajes, como vimos en las reseñas anteriores, traemos hoy a colación un libro estupendo, capaz de reproducir, con gran acierto, los universos grequianos resultantes de la época, sociedad, cultura y religión en los que le tocó vivir al pintor. En él se contienen también muchas cuestiones señaladas por Mercedes en sus clases.
En este caso, la palabra se esmera en construir no una reproducción arqueológica de los tiempos de los Siglos de Oro, sino una imagen bella, coherente y, sobre todo, virtual del acontecer diario de la ciudad imperial y su esplendor en las letras y las artes.
El poeta es don Luis de Góngora y Argote(1561-1527), famoso escritor cordobés, autor de obras como la Fábula de Polifemo y Galatea, romances, poesía satírica. Fue racionero del cabildo de Córdoba y, en esta ocasión, acude a la llamada de Doménikos Theotokopoulos, que es el pintor, en Toledo, para visitar su taller. El relato de Rodríguez Fisher se nos presenta como una entretenida narración de viaje tanto físico, Madrid-Toledo, como espiritual o iniciático por parte de Góngora.
El encuentro, del que no se conoce razón alguna, bien pudo haberse dado en la realidad; es improbable, pero no imposible. Por ello, la autora se pone manos a la obra y realiza un exhaustivo trabajo de documentación para contextualizar, hasta sus mínimos detalles, los aspectos personales, y espirituales que pudieron mover a ambos artistas a conocerse.
La figura de Góngora actúa como trasunto de la autora, quien canaliza a través de él, un intelectual sensible y genial, el impacto y la impronta que significaría adentrarse en el taller y en la personalidad grequianos. De esta manera, mediante el encuentro entre dos contemporáneos y la puesta en escena de sus distintas dialécticas, se intensifica considerablemente el conocimiento que alcanza el lector de la talla humana y estética de ambos artistas renacentistas.
Rodríguez Fischer describe de modo preciso, casi geográfico, el itinerario que conducía a la ciudad imperial: A poco de salir de Madrid por la Puerta de Toledo, cruzan el río Guadarrama por un majestuoso puente de piedra…Durante unas cuatro leguas atraviesan un llano arenoso…Han dejado a mano derecha, a corta distancia, los dos pueblos de Carabanchel, el Alto y el Bajo, y después, Leganés.
Se detiene, igualmente, en pintar la nobleza del pueblo de Illescas…con el Hospital de la Caridad fundado por Cisneros, y con numerosas iglesias y conventos…Illescas fue también cuna de reyes.
Se adentra en la moda y andadura clasicistas toledanas, que reunía en torno a sus casas ilustres a tantos intelectuales: …aquellas pequeñas academias creadas a imitación de la que Marsilio Ficino había fundado en su villa de las afueras de Florencia y que también tenía su réplica, aquí, en Toledo, en los jardines del Palacio de Buenavista.
Y desciende hasta los pormenores, costumbristas, que de no haber llegado a hacerse explícitos, los pasaría por alto al lector moderno sin dar pie a la reflexión. Así ocurre cuando comenta la dureza del viaje ocasionada por los más variados avatares como inclemencias meteorológicas, el cansancio provocado por la edad ya avanzada de don Luis de Góngora; el hospedaje en la mítica Posada del Cristo de la Sangre y sus carencias en el servicio. La fidelidad de los hechos descritos nos hace pensar en relatos quijotescos ocurridos al abrigo de ventas manchegas.
Incluso menciona personajes célebres de la ciudad de Toledo, entre los que se encuentra Juanelo ( Giovanni Turriano) constructor de la máquina que transportaba agua en sentido ascensional, hasta alcanzar los cien metros, a través del río Tajo. El Greco inmortalizó tal artilugio en el famoso cuadro de la visión nocturna de Toledo.
Todo queda preparado, pues, y convenientemente ambientado, para recibir la esperada visita, que tendrá lugar en el capítulo cinco. En ella, a lo largo de su desarrollo, se produce un bonito juego de intercambio de miradas. Los lectores podemos escudriñar la egregia figura de El Greco a través de los ojos inquisitivos de Góngora quien se pregunta repetidas ocasiones si en los ojos de todos estos caballeros españoles (El Conde de Orgaz) quedará reflejada el alma del pintor, puesto que lo miraron fijamente mientras él los retrataba.
El poeta cordobés descubre en Doménikos Theotokópoulos a un hombre orgulloso pero triste; de mirada clara y abierta; bondadoso; defensor de sus intereses económicos traducidos en su mayoría en numerosos pleitos. Y rechaza la opinión generalizada del posible padecimiento de una enfermedad mental (Huarte de San Juan, Examen de ingenios)
Y observa en el pintor cretense, no sin sentirse admirado y turbado, al hombre con quien puede compartir su inclinación por las teorías artísticas más innovadoras. El Greco charla amistosamente con Góngora para mostrarle, junto a su obra, sus más vivas inquietudes por la pintura.
Señala la necesidad de evitar la copia de temas propios de la Antigüedad salvo que ésta se adapte a las nuevas tendencias. El artista se rebela ante la idea de reproducir fielmente la naturaleza. Al tradicionalismo, existente en sus cuadros, suma su propio sentir, su subjetividad, que otorga otras medidas bien distintas a las canónicas.
Reprocha con gravedad la drástica actuación de la Inquisición, de la que él mismo fue objeto de persecución por ser acusado de no respetar la literalidad de los textos sagrados en su pintura, así como presenció la salida al destierro de un amigo.
Valora la opinión y la crítica del arte, atendiendo en especial al concepto de pintura en el espectador. Condena los juicios del vulgo que se decantan por ensalzar la aparente sencillez del asunto pictórico tratado.
Comparte las novedades técnicas aprendidas en Italia, como la sfumatura, de Ludovico Dolce, gracias a la que los contornos se difuminan y causan el efecto de lo real con mayor verosimilitud. Libera, por tanto, al color de la regla rígida.
Establece semejanzas entre pintura y poesía así como pintura y teatro puesto que este último, como los cuadros, presenta los acontecimientos en el mismo momento en que suceden; es decir, siendo.
Carmen Montero
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